Cuando, en el año 313, los césares Cons-
tantino y Licinio proclamaron el Edicto de
Milán por el que se ponía fin a la persecu-
ción contra los cristianos, aproximada-
mente el 90% de la población del imperio
romano conocía esa religión sólo de nom-
bre y no sabía nada o casi nada sobre su
origen judío. Incluso los mismos cristianos,
el 8% de esa población del imperio, cono-
cía poco sobre su propia religión. 67 años
después, en el o 380, otro emperador ro-
mano, el español Teodosio, declaró la reli-
gión Católica como oficial del imperio ro-
mano, con exclusión, e incluso prohibición,
de todas las demás religiones, no sólo las
no cristianas sino también las cristianas no
católicas. Incluso entonces, los
m
ie
m
bros
de esa religión conocían sobre ella sólo lo
que le enseñaban sus doctores, los llama-
dos “Padres de la Iglesia”, cuya doctrina,
como luego veremos, se estaba alejando
del mensaje original del Maestro Jesús.
Todo esto no es extraño. Los miembros or-
dinarios de la Iglesia no tenían acceso a los
textos bíblicos, cuyas copias disponibles
para el público eran muy escasas entonces
y durante muchos siglos después, hasta la
aparición de la imprenta. Por lo demás, pa-
ra los no judíos existía sólo la versión en
lengua griega llamada “Septuaginta”. Los
latino-hablantes no dispusieron de un texto
fiable hasta el año 382, cuando San Jeróni-
mo completó su traducción, llamada “Vul-
gata”. Además, el material de la época era
muy diverso y había una gran controversia
sobre la legitimidad de unos u otros libros,
hasta que en el III Concilio de Cartago (año
397) se aprobó el canon oficial de los
libros bíblicos. Pero la razón principal de la
falta de acceso del público a las Sagradas
Escrituras era el analfabetismo de la mayo-
ría de la población, cristiana o no. En reali-
dad, la enseñanza religiosa se llevó a cabo,
como se dijo, única o principalmente a tra-
vés de la jerarquía eclesiástica, que se esta-
ba organizando precisamente durante ese
siglo IV. Ciertamente, los obispos de esa
época eran personas ilustradas, general-
mente provenientes de las clases altas de la
sociedad romana. Veremos la teoría reli-
giosa sobre la situación de la mujer que
recibió el clero y lo que reelaboró al res-
pecto para la naciente sociedad cristiana.
Como es sabido, la religión cristiana nació
y se formó en el seno del judaísmo. Los es-
critos religiosos del judaísmo forman parte
de la religión cristiana, en la que se deno-
minan “Antiguo Testamento”, a los que se
añadieron los libros específicamente cris-
tianos reunidos bajo el nombre de “Nuevo
Testamento”.
Bueno, primero veamos cómo ve a la mu-
jer el Antiguo Testamento. En el primer li-
bro de esa Biblia, llamado “Génesis”, se
describe la creación del mundo por Dios, e
inmediatamente después también la crea-
ción del hombre. Según esa doctrina, pri-
mero fue creado el varón, y sólo después la
mujer que, además, fue clonada a partir de
él (de una costilla del varón) y para él (para
que no estuviera solo). Esa cultura hebrea
se formó y desarrolló en un ambiente de
dominio masculino en el que, además, se
prioriza altamente la fidelidad femenina
como base de la institución matrimonial.
En esa cultura, cuando una mujer judía sa-
lía de casa debía cubrirse con dos velos en
la cabeza, una diadema en la frente con
cintas colgando hasta la barbilla y una red
de cordones y cuerdas, de tal manera que
no fuera posible reconocer sus rasgos facia-
les. La mujer que no cumpliera con este de-
ber ofendería la costumbre social y su ma-
rido tendría el derecho e incluso el deber de
abandonarla sin la compensación legal para
los casos de divorcio. Incluso en la época
helenística, los mercados, las reuniones, los
juicios
,
las procesiones festivas
...
eran asun-
tos en los que podían intervenir sólo los va-
rones. Las mujeres debían quedarse en casa
y vivir recluidas. Hasta la edad de doce
años y medio, a la mujer no se le permitía
rechazar el matrimonio decidido por su pa-
dre, que podía casarla incluso con un disca-
pacitado. Según la doctrina bíblica (Éxodo
21:7) el padre podía incluso vender a su hi-
ja como esclava.
Según la legislación bíblica (Levítico 20:10
y Deuteronomio 22:22) los adúlteros de-
ben morir. La forma de ejecución por
adulterio era la lapidación. Es destacable
que si bien la pena de muerte era para am-
bos adúlteros, la ley era más severa para las
mujeres porque en su caso la adúltera es tal
sólo por el hecho de estar casada. En el ca-
so del varón, en cambio, aunque fuera ca-
sado, la pena le alcanza lo si el cómplice
fuera a su vez esposa de otro, es decir, no
importa si el varón casado tiene relaciones
sexuales con una prostituta. La prostitución
era tan común y abundante en la sociedad
judía como en cualquier otra. Tampoco se
castiga al varón si tiene relaciones sexuales
con una joven soltera (si no es una fami-
liar). El problema vendría para la joven si
luego pretendiera casarse porque otra ley
bíblica (Deuteronomio 22; 20-21) ordena
que si una joven se casa sin ser virgen debe
ser apedreada.
Pero la diferencia más llamativa entre los
derechos de varones y mujeres en el mundo
bíblico antiguo era que mientras la mujer
estaba ligada a un solo varón, a éste se le
permitía la poligamia. Los míticos patriar-
cas bíblicos Abraham, Jacob… tuvieron
varias esposas y también concubinas, pero
todas estas mujeres debían permanecer fie-
les a su marido-dueño. Lo mismo ocurría
con los míticos reyes de Judá e Israel: Da-
vid, Salomón y sus descendientes. Concre-
tamente Salomón, según cuenta la misma
Biblia, tenía varios centenares de esposas y
similar cantidad de concubinas. Las figuras
femeninas que aparecen en las historias -
blicas, ya sean míticas o reales, se ajustan a
ese criterio de valoración moral. Se presen-
tan positivamente las mujeres que se some-
ten a este esquema de servidumbre a los
varones: Sara, Rebeca, Raquel, Ana, Es-
ther, Miriam... y, por el contrario, aquellas
que violan este modelo, como la esposa de
Putifar o las hijas de Lot, son asimiladas a
idólatras como las reinas Jezabel y Atalía.
Pero hay una figura bíblica femenina que
merece especial atención. Se trata de Judit.
En verdad, el libro de Judit no es estricta-
mente bíblico; no aparece en el canon he-
breo y tampoco en el de algunas iglesias
cristianas aunque en otras. Sin embargo,
el tema es bien conocido incluso fuera de
los círculos religiosos; se han realizado
obras de teatro y películas al respecto, así
como cuadros famosos. El libro pertenece a
la colección de los llamados Deutero-
canónicos, es decir, aquellos libros que no
existen en idioma hebreo pero que en la
versión en griego llamada Septuaginta. En
general, se trata de libros de temática bíbli-
ca, judía, pero escritos en Alejandría o en
otro lugar. Esta colección incluye también
el libro de Tobías, Macabeos, Sabiduría,
Baruch... El libro de Judit es una narración
sobre la hazaña de una viuda judía que sal-
va a sus conciudadanos sitiados en Betulia
por Holofernes, general de Nabucodono-
sor. El libro no trata sobre un evento histó-
rico real. Esa ciudad llamada Betulia nunca
existió y tampoco se produjo la invasión
babilónica que describe. Además, el nom-
bre Holofernes no es babilónico sino persa.
No se sabe quién fue el autor de ese libro;
existen varias teorías al respecto. Quizás
fue escrito por una mujer; eso no es proba-
ble en la sociedad judía, pero en el am-
biente judío de Alejan-
dría de la época hele-
nística
. Q
uizás algún pa
-
dre judío sin hijos varo-
nes enseñó a leer a su
hija. En cualquier caso,
la obra tiene un carácter
fe
m
inista y pretende en-
fatizar el valor de la
m
u
-
jer. Según la narración,
Judit derrotó al general
enemigo con armas de
mujer -lo sedujo- y con
armas de hombre -le
cortó la cabeza con una espada cuando
dormía debido a la embriaguez- sin más
ayuda que la de su doncella, y así salvó a la
ciudad sitiada cuando se extendió la con-
fusión entre las tropas sitiadoras.
Sin embargo, también el relato de la heroí-
na Judit se ajusta al estereotipo de mujer
virtuosa según los criterios bíblicos. El tex-
to termina afirmando que esa mujer vivió
muchos años después y no quiso volver a
casarse a pesar de tener muchos preten-
dientes, por respeto a su difunto marido.
Después de todo, el esquema general de la
Biblia sobre el papel de la mujer en la so-
ciedad era el de respeto y servicio al varón.
Ni aún los profetas -aunque entre ellos ha-
bía varias mujeres- pretendieron aliviar la
situación femenina, aunque hicieron todo
lo posible para luchar contra la injusticia
social del feudalismo de la época. La ex-
cepción a este respecto fue el último de los
profetas, precisamente el iniciador de una
nueva concepción religiosa de la que luego
surgió el cristianismo. Ciertamente, Jesús,
a quien después se le adió el título de
“Cristo”, quería reformar la Ley judía, y no
sólo en lo relacionado con las mujeres, sino
también en otras cuestiones que siempre
están en el centro de los problemas huma-
nos. Su criterio era que se hizo la Ley para
el hombre y no el hom-
bre para la Ley. Como
esa afirmación es muy
lógica e indiscutible
,
pa
-
rece superflua. Sin e
m
bar
-
go
,
en realidad, en to
-
das las épocas y tam-
bién actual
m
ente
,
los le-
gisladores buscan su
propio beneficio a cos-
ta de los demás. Jesús
detestaba a quienes po-
nen sobre las espaldas
de los demás cargas
pesadas que ellos no pueden llevar. Esto se
aplicaba a los doctores de la Ley en rela-
ción con la gente común, pero también, y
sobre todo, a los varones en relación con
las mujeres.
Los textos evangélicos nos informan que
cuando Jesús reunió seguidores en torno a
si, en su discipulado había no lo varones
sino también mujeres. Entre las acusacio-
nes que se hacían contra él se decía que
estaba acompañado de mujeres y otras per-
sonas de mala reputación. Era accesible a
En la leyenda bíblica de Judit subyace la
petición del reconocimiento del valor de la
mujer mostrando el ejemplo de una hero-
ína que es capaz de resolver problemas por
iniciativa propia.
todo tipo de personas, incluso a aquellas
que eran despreciadas y marginadas en la
sociedad judía, como los de la etnia sama-
ritana. Decía que no pretendía destruir sino
perfeccionar la ley tradicional del judaís-
mo. Por ejemplo, objetó el derecho del va-
rón a repudiar a su cónyuge, derecho que,
por supuesto, las mujeres no tenían en esa
sociedad. La posición de Jesús a este res-
pecto no apuntaba a defender de manera
abstracta la institución del matrimonio, co-
mo afirman algunas teologías, sino a defen-
der a la mujer, pues su situación era de in-
defensión en caso de divorcio
. P
ara una
esposa rechazada que no lograba encontrar
un nuevo marido, sólo
había dos caminos: la
mendicidad o la pros-
titución.
Otro caso en el que Jesús
se enfrentó a una Ley que
asigna todos los derechos
a los varones y todos los
deberes a las mujeres lo
vemos en el Evangelio
(Juan 8,1-7). Cuando se
le preguntó si una adúltera
debería ser apedreada, se-
gún la ley tradicional, sal-
a la mujer diciendo:
Quien de vosotros esté li-
bre de pecado, sea el pri-
mero en arrojarle la pie-
dra. El texto añade que
“marcharon uno a uno,
empezando por los más viejos”.
Mostró certeramente la desigualdad que la
Ley estableció en las relaciones entre los
sexos. Según esa Ley, las féminas debían
servir a los varones según dos roles dife-
rentes, como esposas a las que se exige fi-
delidad a riesgo de ser lapidadas, y como
prostitutas a quienes la sociedad desprecia
y desvaloriza como personas. Ya vimos la
opinión de Jesús en relación al primero,
perdonar a la esposa adúltera.
A
quí hay
otro pasaje del Evangelio en relación con el
segundo. En Lucas 7; 36-50 leemos: Y uno
de los fariseos le pidió que comiera con él.
Y entró en casa del fariseo y se sentó a co-
mer. Y he aquí, había una mujer pecadora
en la ciudad; y cuando supo que Jesús es-
taba sentado a la mesa en casa del fariseo,
trajo un frasco de alabastro con ungüen-
to, y poniéndose detrás a sus pies, lloran-
do, comenzó a derramar sus lágrimas so-
bre sus pies, y se los secó con el cabello de
su cabeza, besó sus pies y los ungcon el
ungüento. Y cuando vio esto el fariseo
que lo había invitado, se
dijo: Este, si fuera pro-
feta, sabría quién y q
clase de mujer le toca,
que es pecadora. Y res-
pondiendo Jesús le dijo:
Simón, tengo algo que
decirte. Y él dijo: Maes-
tro, habla. Un prestamis-
ta tenía dos deudores;
uno le debía quinientos
denarios y el otro cin-
cuenta. Como no tenían
con qué pagar, les perdo-
la deuda a ambos.
¿Cuál de ellos lo amará
más? Respondió Simón y
dijo: Supongo que aquel
a quien se le perdonó la
deuda mayor Y él le dijo:
Juzgaste correctamente. Y volviéndose
hacia la mujer, le dijo a Simón: ¿Ves a
esta mujer? Entré en tu casa, no me diste
agua para mis pies; pero ella roció mis
pies con sus lágrimas y los secó con sus
cabellos. No me diste un beso; pero ella,
desde que entré, no dejó de besarme los
pies. No ungiste mi cabeza con aceite;
pero ella ungió mis pies con ungüento.
La escena evangélica de la mujer que
ungió los pies de Jesús tiene un alto
significado simbólico, que el Mesías
no fue ungido en una ceremonia so-
lemne por un Sumo Sacerdote sino
por una mujer y además ramera.
Por esto os digo: Sus pecados, que son
muchos, le son perdonados; porque
amaba mucho; pero a quien poco se le
perdona, poco ama. Y le dijo a ella: Tus
pecados te son perdona0dos. Y los que
estaban a la mesa con él comenzaron a
decir entre sí: ¿Quién es éste que hasta
perdona pecados? Y le dijo a la mujer: Tu
fe te ha salvado; ve en paz.
La misma narración aparece también en
Mateo 26; 6-13, Marcos 14 y Juan 12; 1-8
con algunas diferencias. Pero vemos en ese
pasaje del
E
vangelio algo que
,
tal vez, los
propios evangelistas no vieron
. P
rimero,
prestemos atención al título “Cristo” que le
dieron los seguidores de Jesús, y la historia
en general. Esa palabra es la traducción
griega de la palabra hebrea “Mesías”, que
significa “Ungido”. La unción era, en la
cultura hebrea, una ceremonia mediante la
cual los reyes eran consagrados, es decir,
una ceremonia con el mismo significado de
la coronación o entronización en otras cul-
turas. Por supuesto, esa unción del Mesías
tendría que ser una ceremonia sumamente
solemne y la unción la haría un Sumo Sa-
cerdote. El Mesías que los judíos estaban
esperando desde hacía varios siglos sería,
según su idea, algún rey especialmente
grande, Rey de Reyes. Concretamente, se
esperaba que este Mesías fuera un gran
conquistador, como Alejandro de Macedo-
nia, que lograría, a favor del pueblo judío,
un gran imperio similar al de los romanos
de la época. Para la correspondiente unción
de tal Mesías, el material apropiado ya ha-
bía sido preparado. En febrero de 1989, los
periódicos informaron que se había produ-
cido un interesante descubrimiento arqueo-
lógico en Israel: se encontró un recipiente
que contenía ese tipo de oleo como el que
se usaba para la consagración de los reyes
y los sumos sacerdotes. Se calculó que la
antigüedad de aquel objeto era, aproxima-
damente, de dos mil años, o sea la época de
Jesús. Éste, cuando una multitud entusiasta
quiso proclamarlo rey, esca corriendo.
De haber aceptado, habría aparecido un re-
cipiente de óleo similar, quizás ese mismo
que fue descubierto en 1989, para consa-
grarlo. En ese caso tendría que emprender
una guerra contra el rey Herodes Antipas y
contra los romanos, tendría que realizar to-
do tipo de violencia, contra los enemigos,
contra pretendientes rivales... sería servido
por mucha gente. Así funcionan los reinos
de este mundo, pero él tenía claro que su
reino no es como los de este mundo, y que
el mayor en su reino es el que sirve a los
súbditos. Jesús aceptó la función más baja
que la sociedad puede asignar a alguien: la
de criminal ejecutado. Bueno, ¿cómo se re-
flejó eso en la ceremonia de su unción? No
hubo solemnidad; no fue ungido por un Su-
mo Sacerdote, sino por una mujer y ade-
más prostituta, el rango más bajo en la so-
ciedad hebrea. Este es el símbolo que ve-
mos en la escena del Evangelio que esta-
mos comentando. Rompió el esquema tra-
dicional de sociedad basada en clases y
rangos, fue un auténtico antisistema.
Visto esto, puede parecer que en una socie-
dad que se define como cristiana, la situa-
ción de las mujeres y de los estratos infe-
riores en general debería ser diferente a la
que realmente es, o mejor dicho, no debería
haber diferencia alguna entre todos los se-
res humanos. ¿Por qué no es así? En res-
puesta a esto, hay que explicar que asignar
el título de “cristiana” a una sociedad signi-
fica lo que esa sociedad ha aceptado el
culto y otros signos externos de esa reli-
gión, no que ha asumido los valores de Je-
sucristo. Sólo algunas personas pretenden
ajustar su vida al espíritu de las enseñanzas
de Jesús, y esas personas siempre han sido
y son muy pocas. Concretamente, ya las
primeras generaciones después de Jesucris-
to, comenzaron a traicionar su mensaje.
Entre los primeros cristianos destacaron,
como líderes, una docena de varones, que
se asignaron el título de “apóstoles”; No se
sabe qué pasó con aquellas mujeres que al-
guna vez fueron parte esencial de los segui-
dores del Maestro. La única figura femeni-
na junto a esa docena de apóstoles era la de
la madre del Mesías. No está claro qué fun-
ción tenía dentro de ese grupo pero después
su figura fue usada por los medios cristia-
nos para anular el rol de las mujeres en la
Iglesia y en la sociedad; nos ocuparemos
de ese tema en su momento.
Además de esa docena de apóstoles, apare-
ció más tarde una figura importante, Pablo
de Tarso, que no conoció personalmente a
Jesús y que, sin embargo, ju un papel
muy importante en el proceso de diferen-
ciación del cristianismo del judaísmo. Sus
cartas o epístolas, destinadas a diversas na-
cientes asambleas cristianas alejadas del ju-
daísmo, constituyen una parte amplia y
esencial de la parte cristiana de la Biblia,
llamada Nuevo Testamento. Era muy cons-
ciente de los derechos de los gentiles (no
judíos) dentro de la naciente religión cris-
tiana. Pero esa conciencia no se extendió a
los derechos de las mujeres. Por ello, trans-
cribimos algo de sus cartas que expresan su
pensamiento sobre ese tema.
Pero quiero que sepáis que Cristo es la
cabeza de todo varón, y el varón es la ca-
beza de la mujer, y Dios es la cabeza de
Cristo. Todo varón que ora o profetiza
con la cabeza cubierta, deshonra su cabe-
za. Pero toda mujer que ora o profetiza
con la cabeza descubierta, deshonra su
cabeza, porque es lo mismo que si se hu-
biera rapado. Si la mujer no se cubre, que
se corte también el cabello; y si le es ver-
gonzoso a la mujer cortarse el cabello o
raparse, que se cubra. El varón no debe
cubrirse la cabeza, pues él es imagen y
gloria de Dios; pero la mujer es gloria del
varón, pues el varón no procede de la mu-
jer, sino la mujer del varón; y tampoco el
varón fue creado por causa de la mujer,
sino la mujer por causa del varón. Por lo
cual la mujer debe tener señal de autori-
dad sobre su cabeza, por causa de los
ángeles. (Corintios I 11;3-10).
Se pueden encontrar otras citas más en el
Nuevo Testamento, principalmente en las
epístolas de Pablo, que expresan la idea de
sumisión de la mujer al varón; No alargue-
mos demasiado este texto con más citas de
este tipo. Debemos señalar que Pablo escri-
bió sus epístolas antes del año 70, es decir,
varias décadas antes de la redacción de los
Evangelios. Él no conoció a Jesús ni los
textos evangélicos, y las primeras asam-
bleas cristianas, creadas por él, nacieron y
luego permanecieron alejadas de la influen-
cia de las ideas de Jesús sobre los derechos
de las mujeres. Además, la influencia de la
doctrina paulina repercutió en la naciente
Iglesia también en otro ámbito, el de la se-
xualidad. Jesús apenas tocó este tema, pero
Pablo fue el iniciador de este fenómeno de
“demonización” o condena del sexo, de to-
do lo relacionado con la sexualidad, que to-
davía continúa en los círculos cristianos y
en la sociedad occidental en general. He
aquí algunas perlas de su teorización sobre
la cuestión sexual: Huye de la fornicación.
Todo pecado que el hombre comete está
fuera del cuerpo; pero el que fornica, pe-
ca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis
que vuestro cuerpo es templo del Espíritu
Santo que está en vosotros y que viene de
Dios? Y vosotros no sois de vosotros mis-
mos, porque habéis sido comprados por
un precio; Da gloria a Dios en tu cuerpo.
(Corintios I 6;18-20)
Porque esta es la voluntad de Dios, vues-
tra santificación, que os abstengáis de for-
nicación; que cada uno de vosotros sepa
tomar para su propia materia (sexual)
en santidad y honor, no por pasión de
concupiscencia, como los gentiles, que no
conocen a Dios. (Tesalonicences I 4;3-5) .
Además de eso, en los propios textos evan-
gélicos, escritos algunas décadas después
de la desaparición de Jesús, algún evange-
lista puso alguna frase rigurosa atribuída al
Maestro: Habéis oído que fue dicho: No
cometáis adulterio; pero yo os digo que to-
do el que mira a una mujer deseándola,
ya adulteró con ella en su corazón. Y si te
hace pecar tu ojo derecho, catelo y tíra-
lo; porque mejor te sería si pereciera uno
de tus miembros, que si todo tu cuerpo
fuera arrojado al Gehena. Y si tu mano
derecha te hace caer, córtala y tírala; por-
que mejor te sería si pereciera uno de tus
miembros, que si todo tu cuerpo fuera al
la Gehena. (Mateo 5;27-30).
Dejemos a los exégetas discutir si estos
últimos versículos, que aparecen sólo en
Mateo y no en los otros evangelistas, son
verdaderas enseñanzas de Jesús o simple-
mente inspirados en una cultura en la que
se sobreestimaba la institución del matri-
monio como soporte de la estructura social.
Lo que es innegable es que esa doctrina
causó graves daños y aún pesa mucho so-
bre nuestra civilización a pesar de los avan-
ces del secularismo. En el siglo III, un teó-
logo cristiano llamado Orígenes, tomando
al pie de la letra la citada doctrina del
Evangelio de Mateo, se cortó los genitales.
En el siglo IV, los Padres de la Iglesia, que
eran los adoctrinadores del pueblo, estaban
bajo la influencia de esa forma de pensar.
El mencionado San Jerónimo, que tradujo
los textos bíblicos al idioma latino, se fue
al desierto de Siria para vivir ascéticamente
y arrepentirse de sus pecados reprimiendo
sus deseos sexuales. Cuando regresó a Ro-
ma se dedicó a la guía espiritual de mujeres
pertenecientes a la aristocracia o patriciado.
Entre las virtudes de aquel hombre puede
haber estado la castidad pero no la caridad
que se considera la principal virtud cristia-
na. Escribió furiosamente contra los judíos
y contra los cristianos que tenían ideas teo-
lógicas diferentes de las suyas. Entre sus
doctrinas teológicas estaba la de la Virgi-
nidad Perpetua de María. Al ofrecer un
modelo imposible a las mujeres, ese indivi-
duo hizo mucho daño a la causa de la libe-
ración femenina. Su opinión sobre las rela-
ciones entre hombres y mujeres era de total
y absoluto rechazo. Según él, el placer se-
xual es pecaminoso e ilícito incluso dentro
de la vida matrimonial:
E
l ho
m
bre prudente debe a
m
ar a su esposa
con fría actitud, no con cálido deseo... Na-
da hay más impuro que amar a tu esposa
co
m
o si fuera tu a
m
ante
...
S
imilar defor
m
a-
ción mental tenía el resto de los Padres de
la Iglesia de ese siglo: Agustín de Hipona,
Ambrosio de Milán, Cirilo de Alejandría...
Y,
sin e
m
bargo
,
aún hoy
,
esos individuos son
considerados santos y doctores de la Iglesia
.
S
u influencia nociva persistió más tarde en
el
m
onaquis
m
o
(m
asculino y fe
m
enino), una
de cuyas principales características es la cas
-
tidad
,
y en el celibato de los sacerdotes aún
conservado en las grandes iglesias cristia-
nas
. A
demás, en esas iglesias el sacerdocio
es sólo un asunto masculino, no se permite
la ordenación sacerdotal de mujeres.
D
urante
17
siglos
,
se insistió
m
ucho sobre el
significado teológico de la
V
irgen
M
aría
,
y se
fijó esa figura co
m
o
m
odelo para la
m
ujer, pe-
ro co
m
o
m
odelo de castidad
,
obediencia
,
hu
-
m
ildad
,
sumisión... es decir, virtudes que no
contribuyen
,
precisa
m
ente
,
a la e
m
ancipación
femenina. La larga marcha del feminismo
debió continuar durante largos siglos en el
marco de hierro de la cultura generada por
ese cristianismo deformado.
Traducción de un texto en Esperanto, que
se puede ver pinchando en: