que el Buen Pastor sale a buscar. Jesús vino a por toda esa gente, y por todos nosotros,
pues como él decía:
Son los enfermos, no los sanos, los que necesitan al médico
.
Y ahora hablemos del culto, la liturgia, las ceremonias… Su función es la de ser símbolos,
no son un fin en sí mismos. La participación en el culto debería ser expresión del com-
promiso de los participantes con la tarea de trabajar por la implantación del Reino de
Dios que Jesús proclamaba. La Iglesia misma es un instrumento para ese objetivo, no un
fin en sí misma. Pero en la práctica los ritos o cultos han devenido una rutina cuya
realización constituye por sí misma el cumplimiento de un precepto, y esa realización
cultual es vista como la finalidad de la Iglesia y la justificación de su existencia. Las
parroquias en vez de comunidades comprometidas con la tarea del Reino son dispensarios
de servicios religiosos. Mucha gente asiste a los templos sólo para la celebración de
unas ceremonias que se han convertido en una costumbre social: matrimonios, bautizos,
primera comunión, funerales… Otras muchas personas incluso se sienten obligadas a
asistir a la
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isa do
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inical, y asistiendo se consideran justificadas hasta el domingo siguiente,
sin comprender que la participación en ese culto significa un compromiso y estímulo
para luchar durante la semana por construir un mundo mejor. De hecho, a las personas
que asisten a esos cultos no se las ve luego en las movilizaciones y luchas sociales contra
el injusto sistema político y social que “disfrutamos” (seguramente están rezando el rosario
en ese momento). Y, por el contrario, personas que sí participan en esas batallas no
suelen pisar la Iglesia. Viendo eso, uno no puede menos que recordar aquella parábola
de Jesús sobre los dos hermanos a quienes su padre mandó ir a trabajar a la viña.
Por otra parte, algunas de las ceremonias y gestos que se practican en el culto de la
eucaristía no reflejan el sentido que Jesús le quiso dar a ese símbolo. La recitación del
Credo durante la misa es el cumplimiento de un decreto del emperador Constatino, en el
siglo IV, y no una respuesta al mandato de Jesús de celebrar la Cena muchas veces en
recuerdo suyo. Fue precisamente en esa Cena cuando el Maestro Jesús pidió que todos
fuésemos uno, y en cambio el Credo es un factor de sectarismo y discordia. Por otra parte,
el tener que desfilar en procesión para ir a comulgar no refleja, sino que contradice, el
carácter de ágape que ese acto tiene en su origen. Parece que la comisiones de liturgia
de las parroquias no afinan mucho en esos aspectos. Las homilías en
La Resurrección
son
bastante mejores que en otras muchas parroquias, pero son tan poco participativas –o de
tan nula participación– como en todas las demás. Tampoco se comprende el significado
de esos gestos de inclinación de cabeza que hacen, en dirección al altar, los que salen a leer
cosas durante la misa. ¿Ante qué se supone que se inclinan? Jesús decía que cuando dos
o más se reunían en su nombre, allí estaba él en medio de ellos. Y un canto de entrada
que a menudo se entona en ese templo dice:
El Señor nos llama y nos reune…. Él está en
medio de nosotros…
O sea que, aunque Jesús está en medio de la asamblea, los lectores
de la liturgia despreciando a la asamblea, le dan la espalda, y se inclinan ante el presbiterio
que es símbolo de la cátedra, del magisterio, de la jerarquía, la autoridad… toda una
serie de cosas que significan poder, un poder que no tiene una base evangélica, que es el
resultado de un putsch eclesial que comenzó en el siglo IV y aún perdura. Como es sabido,
en los primeros siglos de nuestra Era, los lugares de reunión de los cristianos carecían
de algo parecido al presbiterio, y la comunidad todavía era una asamblea de iguales. Fue