Este año se celebra el cincuentenario de la inauguración del Concilio Vaticano II.
Bastantes actos, como el actual Sínodo de Obispos en Roma, discursos, artículos,
homilías, etc. mencionan y recuerdan ese evento. Entre todo ese alarde de
celebración sorprende la ausencia de mención de otra fecha más importante y más
decisiva para la Iglesia: el 1700 aniversario del nacimiento de la propia Iglesia. Esta
aseveración puede sorprender a bastante gente que cree que la Iglesia tiene casi 20
siglos de edad o antigüedad. No es exacto, lo que existe desde el siglo I de la Era
Cristiana es el Cristianismo, no la Iglesia. No es lo mismo: la Iglesia es una
institución que se generó en el seno del Cristianismo, pero su concreción no se
realizó hasta el siglo IV. Si hubiera que ponerle una fecha, aunque sea
convencional, al nacimiento de la Iglesia, ésa debe situarse en el año 312 o en el
313, cuando los Césares romanos Constantino y Licinio promulgaron el Edicto de
Milán por el que se declaraba el fin de las persecuciones contra los cristianos y se
les devolvían sus propiedades confiscadas. En realidad el cambio de situación para
los cristianos era más profundo: se les aseguraba un reconocimiento y un apoyo
imperial que, de hecho, convertía a la religión cristiana en la oficial del imperio.
Pero este reconocimiento implicaba una institucionalización de lo que hasta
entonces había sido solamente un movimiento religioso. Esa institucionalización
consistía en una organizazión jerárquica (obispos, sacerdotes…) que hasta entonces
existía sólo en estado embrionario, una formulación cultual, litúrgica… que hasta
entonces no había sido ritual, y un dogmatismo que pronto empezaría a
manifestarse a partir del Concilio de Nicea. Es decir, aparecen los tres rasgos
distintivos de la Iglesia, las tres lacras que el Cristianismo debe superar: el
dogmatismo, el autoritarismo jerárquico y el ritualismo litúrgico.
Desde entonces hasta el año 1962, fecha de inauguración del Concilio Vaticano II,
la Iglesia de Constantino que no de Jesús de Nazaret pues éste no había creado
ninguna iglesia había profundizado enormemente en las tres desviaciones del
espíritu del Maestro: el autoritarismo jerárquico había evolucionado hasta la
formación de un clero profesional a las órdenes de un obispo de Roma con un poder
absoluto y pretensiones de infalibilidad, el ritualismo había dado lugar a la
aparición de una religiosidad centrada en el culto, y el dogmatismo había producido
una serie de credos que dividían a los cristianos en grupos distintos que se definían
en función de unas creencias cuya veracidad no es posible establecer. Dicha Iglesia
había predicado cruzadas cuya realización implicaba una violencia totalmente
contraria al espíritu del Evangelio y había establecido tribunales de la Inquisición
que violaban el derecho de las personas a pensar, investigar y exponer sinceramente
sus opiniones religiosas. A mediados del siglo XX se daba una curiosa
contradicción: la sociedad cristiana había evolucionado positivamente a pesar de
muchos contratiempos y retrocesos hacia formas más humanas de convivencia
gracias a la aparición y desarrollo de ideologías como el liberalismo, modernismo,
marxismo, laicismo… que contribuyen a la mejora de las relaciones humanas y el
avance hacia una justicia con la que Jesús identificaba el Reino de Dios”;
mientras, la Iglesia que se define como cristiana añoraba el feudalismo y condenaba
todos esos movimientos mencionados.
Intentando superar esa contradicción y promover la unidad de los cristianos, un
papa bien intencionado pero ingenuo convocó ese Concilio al que asig la tarea de
lo que él llamaba “Aggiornamento”, con el significado de “modernización” o
“puesta al día”. Algunas personas que conozco afirman que ese Concilio influyó
mucho sobre ellas, sobre su cambio de mentalidad. Realmente, yo no puedo decir
eso; lo que verdaderamente contribuyó a hacer de mi una persona distinta no fue el
Concilio Vaticano II sinó el movimiento revolucionario de Mayo de 1968. Creo
que el Espíritu estuvo más activo en las calles de París y de otras ciudades donde
tuvo lugar ese movimiento contestatario que en el aula conciliar del Vaticano II.
Los estudiantes de Mayo-68 cuestionaban el sistema, eran subversivos como lo
había sido Jesús de Nazaret. Cuando éste le dijo a Pilatos que su reino no era de este
mundo se estaba declarando anti-sistema, y por subversivo fue crucificado. En el
Vaticano, fue sofocada entonces la voluntad de transformación que pudiera haber, y
ahora, no veo allí ningún subversivo anti-sistema sino una oligarquía confortable-
mente instalada en el sistema y dispuesta a defenderlo a toda costa. El concilio fue
convocado con la intención de hacer reformas en la Iglesia pero con la condición de
no tocar el legado dogmático ni el entramado jerárquico (la herencia de siglos de
ignorancia). Lo único visible que se vio llegar del Concilio fueron unos cambios
litúrgicos sin demasiada transcendencia. La Iglesia actual es tan ritualista como la
preconciliar: antes era ritualista en latín y ahora lo es en las lenguas vernáculas.
Pero los ritos y las ceremonias litúrgicas siguen siendo para la Iglesia un fin en
mismas, no unos símbolos de algo que debe ser vivido interna y externamente en la
realidad existencial. Y, por supuesto, la institución sigue siendo tan dogmática y
autoritaria como siempre.
Una reforma tan tímida como la promovida por Vaticano II estaba destinada al
fracaso. Jesús mismo nos advirtió contra ese tipo de operaciones de maquillaje
cuando dijo que no conviene echar vino nuevo en odres viejos ni poner un remiendo
nuevo a un vestido viejo. El aparato institucional de la Iglesia es un vestido tan
viejo como el talmudismo judío de la época de Jesús. El remiendo aplicado por
Vaticano II no lo mejoró en absoluto porque no es mejorable, debe ser sustituido
por un vestido nuevo. El cambio radical necesario para que el Cristianismo recupere
la juventud y la frescura del Evangelio postula una actitud mental más abierta, lo
que Jesús, cuando hablaba con Nicodemo, llamaba “nacer de nuevo”. La tradición
de 17 siglos de desviación deformadora pesa como una losa sobre la mente de la
jerarquía eclesial y la de gran parte de la feligresía (ciegos que conducen a otros
ciegos).
El objetivo de las personas concienciadas sobre este problema debe ser el de liberar
a Jesús y al Evangelio del secuestro de 17 siglos al que los tienen sometidos el
moderno Sanedrín del Vaticano.
Faustino Castaño
Gijón, Octubre de 2012