aparición de una religiosidad centrada en el culto, y el dogmatismo había producido
una serie de credos que dividían a los cristianos en grupos distintos que se definían
en función de unas creencias cuya veracidad no es posible establecer. Dicha Iglesia
había predicado cruzadas cuya realización implicaba una violencia totalmente
contraria al espíritu del Evangelio y había establecido tribunales de la Inquisición
que violaban el derecho de las personas a pensar, investigar y exponer sinceramente
sus opiniones religiosas. A mediados del siglo XX se daba una curiosa
contradicción: la sociedad cristiana había evolucionado positivamente –a pesar de
muchos contratiempos y retrocesos– hacia formas más humanas de convivencia
gracias a la aparición y desarrollo de ideologías como el liberalismo, modernismo,
marxismo, laicismo… que contribuyen a la mejora de las relaciones humanas y el
avance hacia una justicia con la que Jesús identificaba el “Reino de Dios”;
mientras, la Iglesia que se define como cristiana añoraba el feudalismo y condenaba
todos esos movimientos mencionados.
Intentando superar esa contradicción y promover la unidad de los cristianos, un
papa bien intencionado pero ingenuo convocó ese Concilio al que asignó la tarea de
lo que él llamaba “Aggiornamento”, con el significado de “modernización” o
“puesta al día”. Algunas personas que conozco afirman que ese Concilio influyó
mucho sobre ellas, sobre su cambio de mentalidad. Realmente, yo no puedo decir
eso; lo que verdaderamente contribuyó a hacer de mi una persona distinta no fue el
Concilio Vaticano II sinó el movimiento revolucionario de Mayo de 1968. Creo
que el Espíritu estuvo más activo en las calles de París y de otras ciudades donde
tuvo lugar ese movimiento contestatario que en el aula conciliar del Vaticano II.
Los estudiantes de Mayo-68 cuestionaban el sistema, eran subversivos como lo
había sido Jesús de Nazaret. Cuando éste le dijo a Pilatos que su reino no era de este
mundo se estaba declarando anti-sistema, y por subversivo fue crucificado. En el
Vaticano, fue sofocada entonces la voluntad de transformación que pudiera haber, y
ahora, no veo allí ningún subversivo anti-sistema sino una oligarquía confortable-
mente instalada en el sistema y dispuesta a defenderlo a toda costa. El concilio fue
convocado con la intención de hacer reformas en la Iglesia pero con la condición de
no tocar el legado dogmático ni el entramado jerárquico (la herencia de siglos de
ignorancia). Lo único visible que se vio llegar del Concilio fueron unos cambios
litúrgicos sin demasiada transcendencia. La Iglesia actual es tan ritualista como la
preconciliar: antes era ritualista en latín y ahora lo es en las lenguas vernáculas.
Pero los ritos y las ceremonias litúrgicas siguen siendo para la Iglesia un fin en sí
mismas, no unos símbolos de algo que debe ser vivido interna y externamente en la
realidad existencial. Y, por supuesto, la institución sigue siendo tan dogmática y
autoritaria como siempre.
Una reforma tan tímida como la promovida por Vaticano II estaba destinada al
fracaso. Jesús mismo nos advirtió contra ese tipo de operaciones de maquillaje
cuando dijo que no conviene echar vino nuevo en odres viejos ni poner un remiendo
nuevo a un vestido viejo. El aparato institucional de la Iglesia es un vestido tan
viejo como el talmudismo judío de la época de Jesús. El remiendo aplicado por