quiere hacer creer, la autoridad entre los seguidores de Jesús no sólo no se justifica
con Evangelio en la mano sino que, por el contrario, en la enseñanza de Jesús se nos
previene contra ese tipo de función según el esquema humano (véase: Mateo 20,
25-28; Marcos 10, 42-45; Lucas 22, 24-27). Desde la época del emperador
Constantino y su famoso Edicto de Milán, la función dirigente en la Iglesia ha
venido siendo, cada vez más, una cuestión de autoridad según el estilo que Jesús
rechazaba expresamente. Se ha generado en la institución todo un escalafón de
rangos y grados de poder, competencias y funciones. Y en la cúspide de esa
estructura jerárquica, la figura del papa se ha ido sobrecargando de poder y
majestad, al estilo humano, desde que, en el siglo V, con la desaparición del
imperio romano de Occidente, el obispo de Roma pretendió heredar la autoridad
anteriormente detentada por los Césares. Como símbolos externos de la autoridad
que se autootorgan, desde entonces y hasta nuestros días, los papas ostentan el título
de “Sumo Pontífice” que anteriormente llevaban los emperadores romanos y visten
trajes de época que nos recuerdan los de aquellos soberanos.
Al contrario que las dos primeras desviaciones antes mencionadas, a las que, al
parecer, la Iglesia nunca pensó en poner fin, esta de la autoridad cesarista mereció,
por parte de la institución, algún tipo de intención reformadora. El poder acumulado
en las altas esferas del aparato eclesial llegó a ser tan ostensible y abusivo, y
generar tanta corrupción, que se hizo objeto de grandes ambiciones y luchas de
poder. Es conocida la historia de las grandes luchas habidas en el seno de la Iglesia
compitiendo por el poder papal. Los perdedores en esas luchas figuran como
“antipapas” en la historia oficial de la institución. En 1413 existían en la Iglesia
Católica no menos de tres papas a la vez. Uno de ellos tenía su sede precisamente
en nuestro país, en Peñíscola. Los tres se pretendían detentadores de la legitimidad
apostólica (como si esa legitimidad fuera algo realmente existente). Aquella
situación es conocida en la historia como el “Cisma de Occidente”. El Concilio de
Constanza, inaugurado ese año, depuso a los tres papas y eligió uno nuevo.
Comenzaba entonces el desarrollo y aceptación de una doctrina, llamada
“conciliarismo”, que la Asamblea de Constanza aprobó, según la cual el Concilio
tenía autoridad sobre toda la Iglesia, incluído el papa. Y además el Concilio, como
tal, se constituía en Asamblea permanente, de la cual el papa venía a ser algo así
como un simple funcionario. Para hacer más comprensible este plan lo podríamos
comparar con estructuras políticas de nuestra época diciendo que el Concilio sería
como los actuales Parlamentos y el papa sería como un rey constitucional. De
hecho, cuando en 1431 se reunió el Concilio en Basilea, aquello no se consideraba
como un nuevo concilio sino como una continuación de las sesiones del anterior.
Los papas que se sucedieron durante aquel período parecían asumir el esquema
conciliarista de Constanza aunque en realidad, unos más que otros, conspiraban
para restablecer el poder absoluto del papado. El conciliarismo fue liquidado en
1445 en Florencia, última sede de las sesiones conciliares. El papado vencía en toda
la línea y se proclamaba el poder absoluto del Romano Pontífice sobre la Iglesia. El
intento de auto-reforma de la institución eclesial había fracasado.
Para comprender aquel fracaso tenemos que tener en cuenta que los padres
conciliares de Constanza no eran verdaderos reformistas. Ellos condenaron a la