En los últimos tiempos, España se encuentra inmersa en un profundo debate social
y político en torno a lo que se ha dado en llamar la resignificación del Valle de
Cuelgamuros”. Este lugar, conocido durante décadas como el Valle de los Caídos,
ha sido un símbolo cargado de historia, controversia y dolor. Su transformación
plantea interrogantes complejos sobre cómo una sociedad democrática debe
enfrentarse al legado del franquismo, a la memoria de la Guerra Civil, y al papel de
la religión en los espacios públicos de significado político.
El Valle de los Caídos fue concebido durante la dictadura de Francisco Franco
como un monumento conmemorativo de los “caídos por Dios y por España”. Sin
embargo, su carga simbólica y su uso político lo convirtieron en un emblema de la
victoria fascista en la Guerra Civil Española (1936-1939). A pesar de su apariencia
religiosa, su verdadero trasfondo fue profundamente ideológico: un espacio que
glorificaba el triunfo de un bando sobre otro, ignorando deliberadamente el dolor
de las víctimas del franquismo y la pluralidad de memorias que coexistían en la
sociedad española.
Este contubernio entre poder político y religioso, donde el catolicismo institucional
se alió abiertamente con la dictadura, representó para muchos cristianos un
escándalo y una traición al mensaje evangélico. Durante más de sesenta años, el
Valle de los Caídos fue, para los vencidos, un ultraje a su memoria, y para los
creyentes comprometidos con la justicia, una grave distorsión de la fe cristiana.
Con la muerte del dictador en 1975 y el inicio de la Transición, España comenzó
un proceso democratizador que, sin embargo, evitó afrontar de forma decidida
algunos de los elementos más simbólicos del pasado franquista. El Valle de los
Caídos fue uno de esos elementos. Mientras se consolidaban las instituciones
democráticas, este enclave permanecía prácticamente inalterado, con su carga
ideológica intacta, lo que muchos interpretaron como una muestra de la
insuficiencia del proceso de reconciliación nacional.
Sólo en fechas recientes, el debate sobre la resignificación del lugar ha tomado un
cariz más concreto. El traslado de los restos de Franco en 2019 marcó un punto de
inflexión. Sin embargo, la transformación profunda del significado del monumento
aún está por completarse, y el camino para lograrlo no está exento de resistencias.
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En esta nueva etapa, el Gobierno español ha alcanzado un acuerdo con la Iglesia
católica que implica que la Basílica no será desacralizada y que la comunidad
benedictina podrá continuar en el lugar. A cambio, se respetará la dimensión
religiosa del complejo, pero se abrirá la puerta a su transformación simbólica y
educativa.
Se ha anunciado la convocatoria de un concurso internacional para recibir
propuestas que permitan reinterpretar el monumento. El objetivo es convertir el
Valle en un centro de interpretación histórica, que informe sobre el contexto de su
construcción y promueva valores democráticos, en línea con las políticas de
memoria desarrolladas en otras democracias europeas.
Este enfoque intenta compatibilizar el respeto a la fe con una necesaria revisión
crítica del pasado. No se trata de borrar la historia, sino de resignificarla: de
transformar un espacio de exaltación autoritaria en un lugar de reflexión, educación
y reconciliación.
Como era de esperarse, este proceso ha suscitado fuertes reacciones desde los
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ás conservadores de la sociedad española
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artidos como Vox y círculos
de la derecha católica, incluyendo algunos prelados, han criticado duramente el
acuerdo, acusando al Gobierno de actuar contra la fe cristiana y señalando a la
jerarquía eclesiástica de debilidad frente a la presión política.
Estos sectores temen que la resignificación del Valle altere su carácter religioso,
aunque desde el propio Arzobispado de Madrid, en voz de José Cobo, se ha
expresado una disposición al diálogo, subrayando la necesidad de preservar la
Basílica y la comunidad monástica como elementos esenciales, pero sin cerrar la
puerta a una reinterpretación del lugar. Cobo ha abogado por un proceso “sin
ideologizaciones” y realizado “con sosiego”, reconociendo el peso simbólico del
Valle en la historia de España.
A pesar del lenguaje conciliador de algunos prelados, lo cierto es que la polémica
en torno al Valle de Cuelgamuros revela tensiones más profundas: la pugna entre
una memoria democrática y una visión que aún justifica, celebra y hace apología de
la victoria y el dominio de unos españoles sobre otros, entre quienes defienden una
Iglesia al servicio del poder y quienes buscan una fe comprometida, a la luz del
Evangelio, con la justicia y la verdad.
Quienes se alinean con las enseñanzas de Jesús de Nazaret no pueden sino rechazar
que un monumento religioso sea utilizado para legitimar un régimen basado en la
represión y la desigualdad. Aspiramos a un mundo diferente, y a una religión que
esté al servicio de los humildes, no del poder económico o militar. La
resignificación del Valle de Cuelgamuros es, en este sentido, una oportunidad
histórica: no sólo para saldar una deuda con las víctimas del franquismo, sino
también para redefinir el papel del cristianismo en la vida pública.