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ranco
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a quienes
les hubiese gustado calzarse sus zapatillas. El actual Presidente del Gobierno llegó
a sorprendernos con el gesto, de muy mal gusto, de utilizar el Azor, con sus
connotaciones de buque insignia y símbolo de un poder personal carismático.
Pero ese asunto podría quedar en simple anécdota si no existiesen otros signos de
vocación caudillista en ese personaje. Se están poniendo actualmente de manifiesto
los peores aspectos de ese afán malsano de poder personal absoluto e indiscutido
por parte del Presidente Felipe. A la potenciación propagandística de su figura en
el interior de su partido para impedir la aparición de posibles sustitutos y
competidores, se une ahora el uso de toda una serie de recursos del caudillismo
para maniatar a la justicia y silenciar al pueblo y al Parlamento con ocasión de la
crisis política desatada por la evolución del “caso de los GAL”. Desde el poder
político se coarta la libertad y la capacidad de los jueces para acometer una
investigación que afecte a personas del Gobierno y del aparato político del partido
felipista: el Caudillo está por encima de todo enjuiciamiento penal, moral o
político. A la vez, el Presidente-Caudillo no se siente obligado a explicarse ante la
representación popular de la nación que encarna el Parlamento. Prefiere dirigirse al
pueblo por medio de la T.V. bajo la forma de los mensajes que lanza el poder
mayestático. Con frecuencia prescinde incluso de los medios informativos del
propio país, y así los españoles tenemos que enterarnos de sus planes por las
declaraciones que el caudillo Felipe hace a la prensa extrajera.
Todo ello refleja el enorme desprecio que ese líder siente por nuestro pueblo,
nuestras instituciones y nuestra representación parlamentaria. Pero lo más grave es
que se empeña en ignorar el hecho constatado de que la mayor parte de la
población del país desconfía de él y no cree lo que dice. En estos momentos resulta
más creíble y más fiable lo que declaran unos criminales -condenados por el “caso
GAL”- que lo que dice el Presidente del Gobierno. Y en tales circunstancias éste –
como todo caudillo que se precie– no se siente obligado a someter su poder
político al refrendo popular, y prefiere acogerse a otro recurso del caudillismo:
silenciar la desaprobación mayoritaria del país por medio de las aclamaciones de
sus incondicionales en actos públicos que nos recuerdan demasiado a los “actos de
reafirmación nacional” en los que se aclamaba al Caudillo Franco.
En resumen, el Presidente-Caudillo trata al pueblo español como a un menor de
edad en materia política. Nuestro pueblo será realmente tal menor de edad si no
comprende que se está vulnerando gravemente, si no la letra, sí el espíritu de la
Constitución de la democracia que nos quisimos dar los españoles para poner fin al
caudillismo.
Febrero de 1975