Hablar de caudillismo en este país no es pura teorización. Esta todavía bastante
fresco el recuerdo de un régimen político que existió hasta hace 20 años y que
había durado casi 40 años. Los españoles que ya no somos muy jóvenes conocimos
por experiencia la forma de actuar de un poder político que no basaba su
legitimidad en el consenso popular, sino que se consideraba responsable solamente
ante Dios y ante la historia.
Sin entrar ahora en otros aspectos del régimen de Franco, como la represión y una
ideología de corte fascista, queremos destacar como características del poder de
tipo caudillista el desprecio a la soberanía y posicionamiento político del pueblo,
así como la desvirtuación del carácter representativo de las Cortes o Parlamento.
El Caudillo se siente investido de todos los poderes por encima de cualquier
órgano de representación del pueblo, al que se considera como un menor de edad,
incapaz de iniciativa y decisión política. A lo sumo, se le consiente -en contadas
ocasiones- un pronunciamiento vía referendum para apoyar en bloque la dirección
política del Caudillo, y se montan actos de afirmación patriótica por los cuales
los incondicionales del régimen suplantan la expresión popular y simulan un
masivo apoyo popular al caudillo. Al Parlamento se le asigna un papel similar de
aclamación del caudillo o líder carismático. Por lo demás, el caudillo no da ningún
tipo de explicaciones sobre su política, ni al pueblo, ni al Parlamento; simplemente
dirige mensajes, y es impensable la formulación y la institucionalización de una
respuesta popular. De hecho, los gobernados por un caudillo son súbditos, no
ciudadanos con derechos políticos.
Otra característica de los regímenes dirigidos por un caudillo es la subordinación
de todos los poderes, incluido el judicial, a la dirección política del caudillo; no
existe independencia de los jueces. Los caudillos tienden a identificar los intereses
de la nación con el suyo propio y su poder político.
Tal régimen político, como el que disfrutamos en España durante casi cuatro
cadas, fue pacientemente desmontado tras la muerte del dictador en 1975. Se
elaboró y se aprobó una Constitución democrática; los españoles recuperamos la
condición de ciudadanos, y desde entonces ejercemos nuestros derechos políticos
eligiendo a nuestros representantes y militando en las organizaciones políticas,
sindicales... que preferimos.
E
n teoría esto tendría que haber significado el fin del caudillis
m
o y la no utilización
de los métodos caudillistas desde el poder. Pero en la práctica las cosas no son asi.
S
e ve que las costu
m
bres de una sociedad no ca
m
bian con la
m
is
m
a rapidez con la que
se ca
m
bia ungi
m
en potico
. S
e ve que el caudillis
m
o tiene hondas rces en nuestra
cultura política y no es fácil de erradicar
. N
o le faltaron i
m
itadores a
F
ranco
,
a quienes
les hubiese gustado calzarse sus zapatillas. El actual Presidente del Gobierno llegó
a sorprendernos con el gesto, de muy mal gusto, de utilizar el Azor, con sus
connotaciones de buque insignia y símbolo de un poder personal carismático.
Pero ese asunto podría quedar en simple anécdota si no existiesen otros signos de
vocación caudillista en ese personaje. Se están poniendo actualmente de manifiesto
los peores aspectos de ese afán malsano de poder personal absoluto e indiscutido
por parte del Presidente Felipe. A la potenciación propagandística de su figura en
el interior de su partido para impedir la aparición de posibles sustitutos y
competidores, se une ahora el uso de toda una serie de recursos del caudillismo
para maniatar a la justicia y silenciar al pueblo y al Parlamento con ocasión de la
crisis política desatada por la evolución del caso de los GAL. Desde el poder
político se coarta la libertad y la capacidad de los jueces para acometer una
investigación que afecte a personas del Gobierno y del aparato político del partido
felipista: el Caudillo está por encima de todo enjuiciamiento penal, moral o
político. A la vez, el Presidente-Caudillo no se siente obligado a explicarse ante la
representación popular de la nación que encarna el Parlamento. Prefiere dirigirse al
pueblo por medio de la T.V. bajo la forma de los mensajes que lanza el poder
mayestático. Con frecuencia prescinde incluso de los medios informativos del
propio país, y así los españoles tenemos que enterarnos de sus planes por las
declaraciones que el caudillo Felipe hace a la prensa extrajera.
Todo ello refleja el enorme desprecio que ese líder siente por nuestro pueblo,
nuestras instituciones y nuestra representación parlamentaria. Pero lo más grave es
que se empeña en ignorar el hecho constatado de que la mayor parte de la
población del país desconfía de él y no cree lo que dice. En estos momentos resulta
más creíble y más fiable lo que declaran unos criminales -condenados por el caso
GAL- que lo que dice el Presidente del Gobierno. Y en tales circunstancias éste
como todo caudillo que se precie no se siente obligado a someter su poder
político al refrendo popular, y prefiere acogerse a otro recurso del caudillismo:
silenciar la desaprobación mayoritaria del país por medio de las aclamaciones de
sus incondicionales en actos públicos que nos recuerdan demasiado a los actos de
reafirmación nacional en los que se aclamaba al Caudillo Franco.
En resumen, el Presidente-Caudillo trata al pueblo español como a un menor de
edad en materia política. Nuestro pueblo será realmente tal menor de edad si no
comprende que se está vulnerando gravemente, si no la letra, sí el espíritu de la
Constitución de la democracia que nos quisimos dar los españoles para poner fin al
caudillismo.
Febrero de 1975