Jesús quiso aclarar que su reino no era como los de este mundo, y que en la asamblea
de sus seguidores es más importante el que sirve a los demás. Es significativo, y muy
ilustrativo para nuestra época, el que mostrase a un niño como prototipo de persona
necesitada. En la sociedad de su tiempo los niños, y especialmente las niñas, eran el
personal más indefenso, sin derechos… Precisamente el servicio y apoyo a las
personas más necesitadas es lo que otorga rango ante los ojos de Jesús. No han
entendido nada sobre esto quienes, en nuestra época, apoyan a las fuerzas políticas que
promueven el rechazo a los inmigrantes y aplican despectivamente el título de “menas”
a los menores, los más necesitados e indefensos del mundo de la inmigración. Es
motivo de escándalo el que asuman la promoción de esas fuerzas políticas algunos
obispos de nuestro entorno católico.
Aparte de los dos tipos de discípulos mencionados, y que parecían buscar rango y
poder según el criterio de los reinos de este mundo, el texto de Marcos 9, 22-40
presenta un tercer tipo de discípulo, que pasa desapercibido precisamente por no
buscar rango y poder. Aquel individuo, al que se refería Juan, no era de los suyos, pero
se dedicaba a hacer una cosa que Jesús había encargado a sus discípulos. Lo de
“expulsar demonios” lo podemos entender como aliviar el sufrimiento humano,
acompañar solidariamente a las víctimas de los males que aquejan a las personas… A
aquel individuo anónimo, le bastó escuchar el Sermón de la Montaña, la enseñanza que
Jesús impartía, para comprender que aquel mensaje procedía de Dios, que aquel
Maestro era el Mesías que tenía que venir, y que aquel mandato concernía a todo el
que lo escuchase y lo entendiese.
Los discípulos “oficiales” tardaron en aprender eso, y lo empezaron a olvidar muy
pronto. Muy pronto tras la desaparición del Maestro, los varones del grupo se
desembarazaron de las mujeres que habían acompañado a Jesús y que también eran
discípulas suyas. En el libro de los Hechos de los Apóstoles no se nombra ni una sola
vez a María Magdalena, cuyo nombre, sin embargo, aparece en los Evangelios más
frecuentemente que el de algunos discípulos varones como Santiago, Andrés, Tomás…
En el mismo libro (Hechos 6, 1-5) aparece la descripción de lo que puede considerarse
el origen de la función clerical en el ámbito cristiano, la elección de unos primeros
sucesores –todos varones, por supuesto– de los apóstoles, a quienes éstos les
impusieron las manos, un gesto que prefiguraba ya lo que con el tiempo se convertiría
en la ordenación sacerdotal y episcopal.
Empezaba a concretarse lo que llegaría a ser una separación abismal entre clérigos y
laicos. Con el tiempo la clerecía se fue sobrecargando de poder y funciones de las que
estaban excluidos los simples bautizados. La jerarquía eclesial se autodefinió como un
“Magisterio”, además infalible. Se atribuyó la facultad de definir dogmas para recetar
lo que la gente debía creer, y de organizar ritos y sacramentos cuya administración está
especialmente diseñada para resaltar la figura y el rol del ministro clerical celebrante.
El pueblo cristiano estuvo durante casi dos milenios totalmente anulado por ese
estamento privilegiado.
La magnitud del desfase es de tal envergadura que incluso la misma jerarquía eclesial,
al más alto nivel, comprendió, consciente o inconscientemente, que esta estructura
organizativa no se puede ajustar al modelo que Jesús contemplaba para la asamblea de
sus seguidores. La convocatoria del Sínodo de la Sinodalidad responde a esa toma de
conciencia. Otra cosa es que la institución eclesial sea capaz de corregir unas
deficiencias tan arraigadas. Se está percibiendo, desde el comienzo del proceso
sinodal, que el estamento clerical, de forma mayoritaria y a todos sus niveles, está
oponiendo una feroz resistencia al tipo de reformas que quiere implantar el papa
Francisco. Las autoridades religiosas no promovieron en absoluto la participación de